viernes, marzo 31, 2006

Amores a los 35

por Mamá de Lucio(publicado en la revista Balance, abril 2006)


Soltera y sin hijos. Ese era mi plan de vida. Cada vez que repetí mi intención de jamás casarme y parir, mi madre hizo muecas hasta que un día me reprendió: “Ya basta. Te llegará el día, pero eres tan terca que eres capaz de perdértelo sólo porque siempre has dicho lo mismo. Cállate ya”.
Entonces cerré la boca… En realidad sólo dejé de pregonar mis intenciones a los cuatro vientos y me hice aficionada a preguntar a todas las madres que conocía, desde mi tía abuela hasta la masajista, si volverían a tener hijos. Algunas dudaban, y en otras la negativa era rotunda. Pocas me dieron un sí sin cavilar.
Y de pronto no sé qué me pasó. Tenía un amigo recién separado que me reveló que su mujer se había embarazado dos veces, a pesar de que él no deseaba un hijo en esos momentos. En ambas perdieron el bebé involuntariamente. Cual buena samaritana elaboré todo un discurso para tratar de consolarlo; el típico rollo de que las cosas pasan por algo y “si tiene que ser, será”.
Le conté de mis amigos que se habían divorciado porque a diferencia de sus parejas ellos no querían tener hijos y finalmente acabaron procreando con alguien más, felices y contentos. Y entre consuelo y consuelo, fue que me dieron ganas de tener un hijo. Pero no con él.
Apareció en mi vida un ser apasionado y multifacético. No dudé por un instante de que sería buen padre. Cuando se convenció de que yo no esperaría hasta que tuviéramos una casa y un auto deportivo antes de concebir, se rindió. A los cuatro meses de ser novios y vivir juntos, yo estaba embarazada.
Claro que la sonrisa me duró un par de semanas. Tener un hijo me exigiría, en general, dejar de hacer las cosas como siempre se me había hinchado la gana. El futuro de corto plazo mandaba que de hoy en adelante tendría que ponerme de acuerdo con un casi desconocido sobre cómo tendríamos que educar a nuestro hijo, si lo enviaríamos a escuelas particulares (como él) o públicas (como yo), si seguiríamos viviendo en una ciudad caótica, si aplicábamos por una beca en el extranjero, si tendríamos otro hijo para que pudiera aprender a compartir y defenderse (como en mi caso) o aguantaríamos que fuera hijo único (intolerante, como su padre). Ya ni hablar de si enviaríamos a nuestro crío a una guardería, si yo dejaría de trabajar o lo haría él, que tiene el síndrome del pingüino Emperador.
Todo eso respecto a la vida personal. El trabajo es otra historia. Mi embarazo se convirtió en un freno para crecer en la empresa. Me avisaron (creo que con toda imprudencia más que con cinismo) que ya no era candidata para el puesto que me habían ofrecido. “Quizás en dos o tres años”. Con un aliciente de esta magnitud uno se pregunta se vale la pena seguir trabajando y enviar al niño a la guardería. Más cuando el ambiente laboral se vuelve literalmente esquizofrénico. Los primeros comentarios de los colegas, especialmente de aquellos que no tenían nada que ver con mi trabajo (es decir, que no tendrían que suplirme durante la licencia de maternidad) no superaban el “¿y hasta cuándo trabajas?”. Sobre todo los que nunca han pasado por un embarazo no entienden qué te pasa (ojalá una misma lo entendiera): no se explican por qué no quieres quedarte en la oficina hasta la una de la mañana o por qué te da sueño. Te consienten y te preguntan cómo te sientes si te adormilas en el escritorio, pero te odian porque te vas tres meses “de vacaciones”. Ojalá fuera así… ser madre no respeta el horario de ocho horas.
Inevitablemente una se pregunta si hubiera sido mejor embarazarse a los 22, antes de empezar una trayectoria profesional y cuando se es un poco menos consciente de muchas realidades, o hacerlo a los 35, cuando una ya está encarrerada.
A estas alturas, el camino tiene sólo dos senderos: desaparecer de la escena hasta que la criatura tenga edad suficiente (¿qué mujer entrega a extraños el cuidado de un bebé sin pensarlo al menos dos veces?), o inscribirlo en una guardería al mes y medio de nacido y seguir 10 horas diarias en la oficina, con la cabeza en cualquier otro lado menos en el escritorio.
Pareja, hijo, trabajo. Esas son las tres cartas que uno baraja cuando decide cambiar de rumbo a los 35. ¿Cuál me jugaré primero? ¿Y si la riego?
Mientras me complico la vida tratando de responderme, una criatura me patea en las costillas. Qué infeliz hubiera sido de haberme perdido esta sensación y cada instante de estos ocho meses.
Supongo que, como también lo anticipó mi madre, también llegará el día de aceptar que no existe una fecha correcta para ser madre.

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